La política después del coronavirus

Vaya por delante que la política no está confinada y sigue su curso en estos tiempos extraños, para gobernar y articular soluciones a la crisis sanitaria global que estamos padeciendo. Ahora bien, si es cierto que al igual que se avecinan cambios en todos los planos, económico, social, ecológico, medioambiental, el sanitario, además de profundos debates sobre otros derechos como la movilidad o la privacidad, la política también se pondrá ante su reflejo y deliberará sobre su posible metamorfosis.

Ya lo ha hecho en anteriores ocasiones y especialmente justo después de los mayores fracasos colectivos, tras los cuales siempre ha estado la mano del ser humano.

En el siglo pasado, al darse por finiquitada en Versalles la Gran Guerra en la que murieron entre 10 y 30 millones de personas se quiso avanzar en la llamada Sociedad o Liga de las Naciones. Por decir algo positivo, digamos que fue la semilla de las posteriores Naciones Unidas, pero la verdad sea dicha no resolvió las tensiones internacionales de apenas dos décadas. También recordar que en los últimos meses de la Primera Guerra Mundial es cuando apareció la mal llamada gripe española, en la que el virus se extendió rápidamente por todo el planeta infectando a un tercio de la población mundial y causando la muerte de 50 millones de personas o incluso más según estudios recientes.

Pero sigamos con las guerras. No nos bastó una y llegó la Segunda Guerra Mundial con 100 millones de muertos. Hiroshima y Nagasaki fueron arrasadas por bombas nucleares que lanzó sobre ellas EE.UU. Esas bombas nos golpearon a todos. Hubo un antes y un después sin duda, era la prueba que nosotros mismos nos podíamos destruir entre nosotros y cargarnos a la humanidad y de paso el planeta.

Acto seguido, se empiezan a gestar las Naciones Unidad y en ello ya hubo voces de quienes proponían no replicar las lógicas de poder de los estados-nación en ese nuevo organismo internacional. Al parecer no fueron muy atendidas que digamos visto el resultado final que que otorga el poder de veto a algunos países.

El sociólogo alemán Ulrich Beck se refería a esta realidad afirmando que el Estado-nación es, en muchos aspectos, “una categoría zombi”.

Y llegamos así a la política en tiempos de Walking Dead para responder no a una, sino a “la” pregunta clave. A parte de los populismos y extremismos que oportunamente se aferran al argumento de culpar enemigos externos, articulan eslóganes del palo “nosotros primero” y como solución única nos proponen levantar muros más altos, ¿alguien cree sinceramente que los retos globales a los que nos enfrentamos como humanidad se pueden abordar solo desde el prisma estatal?

Hay una nueva salida y esperanza para la política. Consiste en aplicar un principio contradictorio: renunciar a la soberanía nacional para resolver nuestros problemas nacionales en un mundo globalizado. Avanzar en lo que se llama Democracia Cosmopolita, cuyo principal artífice fue el profesor inglés David Held, fallecido hará apenas un año por estas fechas.

El cosmopolitismo no es nuevo. Se pregonaba ya hace 2.800 años en los escritos bíblicos de Isaías, ha pasado por Aristóteles hasta llegar a Kant con su proyecto de paz perpetua. Pero sea como fuere, la vigencia de esta apuesta política sigue ahí. La crisis puede valer para transformar el concepto de Estado, de soberanía, de comunidad política y de ciudadanía. 

El cosmopolitismo significa estar comprometido en lo local y global al mismo tiempo en la medida en que los temas globales se han convertido en parte de las experiencias locales del día a día. El cosmopolitismo implica que cada vez más personas a lo ancho del planeta comparten un futuro colectivo, que en ocasiones puede estar en contradicción con la concepción clásica ciudadanía, que surge y se ejerce exclusivamente en el marco del Estado-nación.

El cosmopolitismo es sinónimo de democratización. Implica redistribuir el poder de decidir acerca de las cuestiones colectivas. Y esta redistribución debe realizarse no solo en el espacio global, sino también en el ámbito local y estatal. La experiencia de la Unión Europea es muy positiva, el mejor invento político de los últimos 30 años pero tiene carencias evidentes como lo estamos constatando durante esta crisis, no es la UE quien está llevando la voz cantante para contener el foco que tenemos ahora mismo situado sobre nuestro continente.

La democracia es un hecho social, no es cosa de uno ni unos pocos. Si yo enciendo mi vela en la llama de la tuya, ambas parecen brillar más. Esas palabras de Thomas Jefferson deberían servir como idea para apuntar más sobre la cooperación en nuestra aldea global. Al igual que Held creo sinceramente que la única vía que lleva a la seguridad nacional es la de la cooperación transnacional.

La política después del coronavirus

Vaya por delante que la política no está confinada y sigue su curso en estos tiempos extraños, para gobernar y articular soluciones a la crisis sanitaria global que estamos padeciendo. Ahora bien, si es cierto que al igual que se avecinan cambios en todos los planos, económico, social, ecológico, medioambiental, el sanitario, además de profundos debates sobre otros derechos como la movilidad o la privacidad, la política también se pondrá ante su reflejo y deliberará sobre su posible metamorfosis.

Ya lo ha hecho en anteriores ocasiones y especialmente justo después de los mayores fracasos colectivos, tras los cuales siempre ha estado la mano del ser humano.

En el siglo pasado, al darse por finiquitada en Versalles la Gran Guerra en la que murieron entre 10 y 30 millones de personas se quiso avanzar en la llamada Sociedad o Liga de las Naciones. Por decir algo positivo, digamos que fue la semilla de las posteriores Naciones Unidas, pero la verdad sea dicha no resolvió las tensiones internacionales de apenas dos décadas. También recordar que en los últimos meses de la Primera Guerra Mundial es cuando apareció la mal llamada gripe española, en la que el virus se extendió rápidamente por todo el planeta infectando a un tercio de la población mundial y causando la muerte de 50 millones de personas o incluso más según estudios recientes.

Pero sigamos con las guerras. No nos bastó una y llegó la Segunda Guerra Mundial con 100 millones de muertos. Hiroshima y Nagasaki fueron arrasadas por bombas nucleares que lanzó sobre ellas EE.UU. Esas bombas nos golpearon a todos. Hubo un antes y un después sin duda, era la prueba que nosotros mismos nos podíamos destruir entre nosotros y cargarnos a la humanidad y de paso el planeta.

Acto seguido, se empiezan a gestar las Naciones Unidad y en ello ya hubo voces de quienes proponían no replicar las lógicas de poder de los estados-nación en ese nuevo organismo internacional. Al parecer no fueron muy atendidas que digamos visto el resultado final que que otorga el poder de veto a algunos países.

El sociólogo alemán Ulrich Beck se refería a esta realidad afirmando que el Estado-nación es, en muchos aspectos, “una categoría zombi”.

Y llegamos así a la política en tiempos de Walking Dead para responder no a una, sino a “la” pregunta clave. A parte de los populismos y extremismos que oportunamente se aferran al argumento de culpar enemigos externos, articulan eslóganes del palo “nosotros primero” y como solución única nos proponen levantar muros más altos, ¿alguien cree sinceramente que los retos globales a los que nos enfrentamos como humanidad se pueden abordar solo desde el prisma estatal?

Hay una nueva salida y esperanza para la política. Consiste en aplicar un principio contradictorio: renunciar a la soberanía nacional para resolver nuestros problemas nacionales en un mundo globalizado. Avanzar en lo que se llama Democracia Cosmopolita, cuyo principal artífice fue el profesor inglés David Held, fallecido hará apenas un año por estas fechas.

El cosmopolitismo no es nuevo. Se pregonaba ya hace 2.800 años en los escritos bíblicos de Isaías, ha pasado por Aristóteles hasta llegar a Kant con su proyecto de paz perpetua. Pero sea como fuere, la vigencia de esta apuesta política sigue ahí. La crisis puede valer para transformar el concepto de Estado, de soberanía, de comunidad política y de ciudadanía. 

El cosmopolitismo significa estar comprometido en lo local y global al mismo tiempo en la medida en que los temas globales se han convertido en parte de las experiencias locales del día a día. El cosmopolitismo implica que cada vez más personas a lo ancho del planeta comparten un futuro colectivo, que en ocasiones puede estar en contradicción con la concepción clásica ciudadanía, que surge y se ejerce exclusivamente en el marco del Estado-nación.

El cosmopolitismo es sinónimo de democratización. Implica redistribuir el poder de decidir acerca de las cuestiones colectivas. Y esta redistribución debe realizarse no solo en el espacio global, sino también en el ámbito local y estatal. La experiencia de la Unión Europea es muy positiva, el mejor invento político de los últimos 30 años pero tiene carencias evidentes como lo estamos constatando durante esta crisis, no es la UE quien está llevando la voz cantante para contener el foco que tenemos ahora mismo situado sobre nuestro continente.

La democracia es un hecho social, no es cosa de uno ni unos pocos. Si yo enciendo mi vela en la llama de la tuya, ambas parecen brillar más. Esas palabras de Thomas Jefferson deberían servir como idea para apuntar más sobre la cooperación en nuestra aldea global. Al igual que Held creo sinceramente que la única vía que lleva a la seguridad nacional es la de la cooperación transnacional.